CÓMO SE FORJA EL NEUROCIRUJANO
Publicado en
octubre 02, 2009
Pocas ocupaciones exigen tantos años de instrucción y adiestramiento, tal cúmulo de aptitudes y tal tensión emocional como la neurocirugía. Trata con las partes más sensibles y misteriosas del cuerpo humano —el cerebro y la médula espinal — , donde se ocultan tumores y aneurismas que llegan a crecer como globos, y donde el menor desliz del escalpelo puede causar parálisis, o la muerte, incluso. Es una profesión gratificante porque permite salvar vidas; pero el neurocirujano también debe aceptar la muerte del paciente cuando se le agotan lo recursos.
He aquí la historia de un neurocirujano que afronta las tremendas, pero emocionantes responsabilidades de su arte; desde los primeros días en la Facultad de Medicina, pasando por el internado y la residencia, hasta el ejercicio libre de su profesión. También es el conmovedor relato de un esposo y padre que encara opciones angustiosas... para sus pacientes, su familia, y para sí mismo.
Por el Doctor J. Kenyon Reiner.
AL VER entrar la ambulancia toda velocidad en el estacionamiento y acercarse en marcha atrás a la puerta de la sala a urgencias, me preparé para atender al paciente que iba dentro, herido en la cabeza. Era yo internó en Hospital General de Mobile, Alabama, y sólo tenía tres días de experiencia en neurocirugía. Nervioso me pregunté: ¿Por qué no están aquí un neurocirujano experto para atender a este hombre?
Los paramédicos lo sacaron de la ambulancia y, en una camilla rodante, yo mismo llevé a aquel accidentado inconsciente a la sala de traumatología más cercana. Estaba en estado de choque, pero su presión arterial mejoró ostensiblemente con los líquidos administrados por vía intravenosa. Apliqué presión en las arterias por las que le manaba sangre de una cortadura, detrás de la oreja izquierda.
—Se llama Robert Simpson —me informó un paramédico.
—¿Cómo ocurrió el accidente? —pregunté.
—Viró, atravesó la línea media de separación, y chocó de frente con otro auto.
—¿Iba con exceso de velocidad? ¿En estado de ebriedad?
—No.
La radiografía mostró una fractura de cráneo dentada, detrás de la oreja izquierda de Simpson, en tanto que la tomografía axial computarizada reveló un coágulo de sangre, del tamaño de una naranja, que comprimía el cerebro exactamente debajo de la fractura. Tendríamos que sacar el coágulo para disminuir la presión en el cerebro de Simpson; sólo así tendría oportunidad de sobrevivir.
Para proteger su vida privada, los nombres médicos y pacientes se han modificado, igual que los detalles que permitirían identificarlos.
Llevé de nuevo al paciente a la sala de urgencias para hacerle una trasfusión de sangre, inyectarle antibióticos, una dosis de toxoide antitetánico y practicarle un electrocardiograma. Mientras las enfermeras lo atendían, llamé por teléfono al doctor Clark, neurocirujano de guardia en la sala de urgencias. Cuando lo localicé, estaba operando en la enfermería del hospital. La máscara quirúrgica ahogaba la voz del médico.
—Prepare el campo operatorio para la cabeza —me ordenó—. Luego, haga una incisión sobre la fractura de cráneo y empiece a extraer el coágulo. Pero, ¿está seguro de que se debe al accidente? A veces, se rompe un aneurisma y se forma un coágulo. Esto pudo haber sido la causa de la colisión.
—El coágulo está precisamente debajo de la fractura —contesté— Estoy seguro de que es consecuencia del choque.
—¿Le practicó un arteriograma, para descartar la posibilidad de un aneurisma?
—No, señor —repuse—. Creo que sólo se golpeó la cabeza en el parabrisas.
—Muy bien. Iré allí dentro de una media hora.
Ya en el quirófano, me sentí muy solo. Estaban presentes dos enfermeras y un anestesista, pero yo era el único cirujano. Le afeité la cabeza a Simpson, la cepillé con alcohol y extendí unas sábanas quirúrgicas encima de él. Hice tiempo durante 15 minutos, en espera de que llegara el doctor Clark. AI cabo, no tuve más remedio que iniciar la operación.
La enfermera me entregó el frío y reluciente escalpelo, y amplié la cortadura unos ocho centímetros, desde la parte posterior de la oreja hasta la frente. Debajo del pericráneo palpé el áspero borde de la fractura y comencé a quitar los fragmentos de hueso de la superficie del cerebro. El sudor empapó mi gorro quirúrgico cuando vislumbré el espeso coágulo negro situado debajo de los pedazos del destrozado cráneo.
"¡Deténgase!", gritó el doctor Clark. Alcé los ojos y lo vi examinar la tomografía que colgaba en el negatoscopio. "La mayor parte de este coágulo está en el interior del cerebro: sólo un poco se posa en la superficie, donde debería estar completo si fuera consecuencia del accidente. ¡El vaso roto de este hombre es efecto de un aneurisma! No extirpe el coágulo con el succionador: es como una costra encima del aneurisma. Si lo extrae así, este hombre morirá de la hemorragia ahora mismo".
El doctor Clark se lavó con cepillo y jabón antiséptico las manos y los brazos, se calzó los guantes, se puso la bata quirúrgica, y se acercó a la mesa de operaciones. Con un taladro eléctrico, me enseñó a aserrar el hueso frontal y alzarlo, ya separado del resto del cráneo. Después cortó la última cubierta del cerebro (la duramadre) con unas tijeras y dejó al descubierto la hinchada masa amoratada.
"Es un cerebro irritado", observó el doctor Clark, al notar su color rojo, en vez del amarillento normal. Me indicó que terminara de succionar el coágulo mientras él seguía al acecho para pinzar la arteria principal que conducía al aneurisma.
Al fondo de la cavidad que había dejado el coágulo, apareció el aneurisma, del tamaño de una canica. Un punto débil en la pared arterial se había inflado como globo, al igual que la cámara de un neumático agujerado. Cuando extirpé con el succionador los últimos residuos del coágulo, el aneurisma reventó. Brotó la sangre y se derramó por encima del borde del cráneo.
"Grapa de aneurisma", pidió con calma el doctor Clark, mientras yo intentaba succionar toda la sangre. Tomó la grapa que le pasó la enfermera, la introdujo profundamente en el cerebro y la cerró sobre el tronco principal de la arteria que alimentaba al aneurisma.
"Ahora estamos comprometidos", advirtió. "Tome el tiempo, pues sólo disponemos de unos cuatro minutos y medio para cerrar con una grapa el aneurisma y abrir la arteria principal, o dejaremos al paciente con una apoplejía irreversible". Me quitó el succionador y rápidamente limpió toda la sangre extravasada del cerebro.
"Treinta segundos", anunció una enfermera.
El doctor Clark siguió trabajando. Ya era posible ver todo el palpitante aneurisma que sobresalía de la arteria.
"Dos minutos".
Probó con una grapa recta, pero cada vez que oprimía el cuello del aneurisma pellizcaba también la arteria. "Probaremos con una grapa curvada hacia abajo", indicó. La insertó rápidamente en el aneurisma. ¡Perfecto!
"Tres minutos y medio", advirtió la enfermera.
"Deme usted el extractor de grapas", ordenó el doctor Clark a la enfermera. "Tengo que quitar la grapa provisional del tronco arterial principal".
La enfermera le entregó al médico un instrumento.
"No; ese no es el extractor de grapas adecuado", protestó, tranquilo, el doctor Clark.
La enfermera tragó saliva y dejó caer el instrumento al suelo.
"Está bien", la tranquilizó el doctor Clark; "tenemos tiempo".
"Cuatro minutos".
La enfermera inspeccionó los instrumentos. Estiró la mano hacia uno de los cuatro extractores de grapas que tenía enfrente, titubeó y luego alzó la vista. El doctor Clark asintió, le hizo un guiño y ella le entregó el instrumento. Las manos del médico volaron al interior del cerebro y retiraron la grapa provisional de la arteria principal.
"Cuatro minutos, quince segundos", informó una enfermera.
"Este paciente se recuperará muy bien", comentó tranquilamente el neurocirujano.
En seguida felicitó a la enfermera y me ayudó a cerrar la duramadre, colocar de nuevo el hueso en la frente del señor Simpson y suturar el pericráneo.
A LAS 6 de la mañana, cinco horas después de la operación, el doctor Clark y yo empezamos a hacer la ronda de visitas matutinas a los pacientes. Tras examinar a Simpson, concluyó:
—Es un excelente resultado.
—La próxima vez tendré más cuidado sobre la causa de un coágulo de sangre —prometí.
—Tenga presente lo que escribió Hipócrates —replicó—: "El saber es ciencia; simplemente creer que uno sabe es ignorancia".
ESTÁ MUERTO
Mis 16 años de preparación en neurocirugía comenzaron en la Facultad de Medicina de la Universidad de Alabama en Birmingham (UAB). Por las mañanas asistíamos a conferencias sobre los vericuetos de la bioquímica; luego, nos agachábamos sobre los microscopios a estudiar histología, la arquitectura celular del organismo. Por las tardes, disecábamos cadáveres.
Por mucho que estudiáramos, no quedábamos bien preparados para los exámenes de anatomía. Sólo mediante palpación, debíamos nombrar huesos ocultos en bolsas de papel e identificar las arterias y los nervios que se habían distorsionado por las operaciones.
En el segundo año hubo más trabajo de lectura de textos de fisiología, patología, microbiología y farmacología. Por último, llegaron los años de los cursos clínicos, con la rotación por los departamentos de medicina interna, cirugía, pediatría y otras disciplinas. Aprendimos el viejo adagio: "Los internistas lo saben todo y no hacen nada; los cirujanos no saben nada y lo hacen todo; los patólogos lo saben todo y lo hacen todo, pero cuando ya es demasiado tarde".
Tras cuatro años, ya era yo un libro de texto de medicina perfectamente programado. Pronto sería médico, pero nadie me había enseñado todavía la diferencia entre la vida y la muerte.
Pocos días antes de mi graduación, trabajaba como pasante en una sala de urgencias en la UAB. Estaba comentando un caso con el doctor Bill Walker, cuando una enfermera llegó corriendo:
"¡Una cuchillada en el corazón! ¡Está inconsciente!"
"Empiece usted", me ordenó el doctor Walker. "Allá estaré dentro de pocos minutos".
En la sala de urgencias, aquel muchacho negro parecía tener unos 12 años. Yacía desnudo en la camilla: un delgado hilo de sangre le escurría por el costado izquierdo del tórax. El monitor cardiaco mostraba una ominosa línea horizontal: no había latidos cardiacos. Tenía la piel fría y las pupilas no reaccionaban a la luz, lo cual indicaba que no había funcionamiento cerebral. Una enfermera le tomó la presión arterial: cero. Le palpé el pulso: ¡nada!
"Está muerto", declaré.
Bill Walker entró en el momento en que pedía yo a la enfermera que apagara el monitor. Palpó la cuchillada sobre el corazón y, sin decir ni una palabra, tomó una aguja del estante y la clavó en el pecho del niño: inmediatamente brotó sangre del pericardio, el saco que rodea el corazón. Sacó la sangre con una jeringa. En cuanto se suprimió la presión de la sangre que lo rodeaba, el corazón empezó a latir.
Entonces, el galeno tomó un escalpelo, hizo una incisión de cinco centímetros en el tórax del muchacho, rompió las costillas, las apartó con un retractor de acero, y quedó a la vista el corazón. Encontró el orificio que había dejado el cuchillo en la pared cardiaca, lo mantuvo cerrado con la mano izquierda, apretó el corazón con la derecha y siguió bombeando hasta que llegaron los cirujanos de cardiología para llevar al muchacho al quirófano, donde repararían la lesión. Antes de salir de la sala de urgencias, el chico ya movía los brazos y las piernas, y mascullaba.
Salí de la sala y anduve por el corredor, profundamente desanimado. Acababa de declarar muerto a un niño al que habían salvado segundos después, mientras yo lo observaba todo. Bill Walker se emparejó conmigo y me puso la mano en el hombro.
—¡Maldita sea, Bill! —farfullé—. Dentro de pocos días seré médico, y ni siquiera sé quién está vivo.
—No te preocupes por eso —replicó mi amigo—; pero, de ahora en adelante, jamás titubees ni tengas miedo de actuar. Un cirujano que no tiene confianza en sí mismo es peligroso.
EL DÍA de la graduación, en mayo de 1975, fue húmedo y bochornoso. Ciento dieciocho pasantes desfilaron dentro del auditorio municipal ante los aplausos de orgullosos padres y cónyuges. Julie DeLoach, mi prometida, estaba sentada junto a mis padres. Tenía el mismo aspecto de cuando la conocí en la universidad: esbelta, con el negro pelo hasta los hombros, los ojos de color castaño claro y la pecosa cara sonriente, con un gran hoyuelo en la mejilla derecha. Cuando pasé junto a ella, me dirigió una sonrisa de orgullo y me hizo un guiño.
Después de la entrega de premios, los discursos y los diplomas, la ceremonia concluyó con la recitación del Juramento de Hipócrates:
"Juro solemnemente por lo que considero más sagrado... que viviré y practicaré mi arte con recatad y honor... y me mantendré apartado de la maldad..."
"Estas cosas prometo y juro, y que en la proporción en que sea fiel a este juramento mío, sean siempre mías la felicidad y la buena reputación".
A la mañana siguiente, fui en auto al apartamento de Julie para despedirme antes de partir de Birmingham para cumplir con el internado en el Hospital General de Mobile. Habíamos resuelto esperar un año más antes de casarnos, para que ella pudiera concluir la maestría en educación, en la UAB, mientras yo terminaba el agotador año del internado.
Me abrazó con fuerza y me dio un beso de despedida. Todavía pude verla agitar la mano en la entrada, mientras yo sacaba del estacionamiento el auto, con un pequeño remolque alquilado.
DÍAS DE 42 HORAS
El Hospital Metodista, en el centro de Memphis, Tennessee, cuenta con 13 pisos, 7 alas separadas, 64 quirófanos y 1000 camas. Al concluir mi internado, sería allí donde iniciaría mi programa de especialización con cuatro años de residencia.
De pie frente a la entrada principal, volví a leer la carta que había recibido dos meses antes: "Se le ha nombrado asistente júnior como residente de neurocirugía, a partir del primero de julio de 1976. Preséntese con el residente senior, doctor Peter Bone..."
Localicé a Peter Bone en la sala de neurocirugía de beneficencia. Era poco más o menos de mi estatura: 1.83 metros, pero más delgado. Su apodo, "Huesos", le sentaba de maravilla. "Me alegra tenerte a bordo", saludó, alegre. "Permíteme presentarte a una paciente a la que necesitamos operar".
Peter me guió a un cuarto con cuatro camas, donde una mujer estaba tejiendo.
—¡Hola, Leola! —le dijo Peter.
—¡Mi doctor favorito! —respondió Leola, mientras ponía el tejido a un lado—. Apuesto a que está aquí para hablarme de los resultados de mis estudios.
—Sí —confirmó Peter, y se sentó en la cama, junto a ella—. Las radiografías indican que tiene un tumor cerebral. Debemos sacarlo.
—¿Qué pasará si no acepto que me operen? —preguntó Leola.
—El tumor tiene ahora el tamaño de un limón, pero seguirá creciendo y provocará más dolores de cabeza, mareos y vómitos. Luego, entrará usted en estado de coma, y morirá.
—Acepto, entonces —dijo Leola—. ¿Cuándo me operarán?
—Hoy mismo, a eso de la una de la tarde.
Fuera de la habitación, Peter me preguntó si ya me había familiarizado con todo.
—Todavía no. Memphis es una ciudad grande.
—Hablo del hospital —me corrigió Peter, riendo—. ¡Jamás verás la ciudad!
Hicimos visitas durante tres horas para revisar a los 60 pacientes que Peter Bone veía todos los días. Examinó los expedientes y prescribió medicamentos y radiografías. Parecía incansable.
—¿Ya quieres almorzar? —me preguntó, al fin.
—¡Claro que sí! Dime dónde está la cafetería.
—No tenemos tanto tiempo.
Pregunta a la enfermera si hubo anoche alguna defunción en este piso.
—¿Por qué?
—Así sabremos qué bandejas podemos retirar del carrito de comida para los pacientes.
Después del almuerzo, Peter y yo entramos en un quirófano precisamente cuando el anestesista dormía a Leola.
Después de rasurarle cuidadosamente la parte posterior de la cabeza, Peter atornilló en el cráneo una abrazadera de metal que la mantendría inmóvil. Al quedar por fin en la posición deseada, Leola parecía estar cómodamente sentada en un sofá, dormida, con las manos cruzadas en el regazo.
Tras cepillarnos manos y brazos con solución antiséptica, Peter hizo una recta incisión de 20 centímetros detrás de la oreja de Leola y a través del pericráneo. Me pasó las pinzas para hueso; comencé con todo cuidado a retirar los pequeños fragmentos óseos. Poco a poco se agrandó el agujero en el cráneo.
Cuando la abertura quedó suficientemente amplia, Peter cortó la duramadre y la alzó como un velo para dejar el cerebro al descubierto. Comenzó a buscar el tumor.
—¿Cómo haces para cumplir todo el trabajo? —pregunté.
—Durante los últimos dos años, cuando estoy de guardia, he seguido un horario que funciona bien. Hago las visitas en el área de beneficencia a las 4:30 de la madrugada; luego, las visitas a los pacientes particulares de los cirujanos de planta, desde las 5:30 hasta las 7, antes de ir al quirófano, a las 7:30. Habitualmente, salgo del quirófano a eso de las 3, y hago unas cuantas historias clínicas y exámenes físicos antes de la conferencia de las 5. Almuerzo de 5:30 a 6, y luego voy a la sala de urgencias para ver a los pacientes que han estado esperando durante el día. A las 8, termino los 10 o 15 exámenes físicos e historias clínicas que me faltan, y alrededor de las 10 llevo a cabo las visitas nocturnas y reviso a todos los pacientes posoperatorios. De la medianoche a la una, anoto las recomendaciones para los pacientes que van a cirugía o tienen mielogramas y arteriogramas al día siguiente. Regreso a urgencias, verifico si hay pacientes y, por fin, procuro dormir de 2 a 4, antes de iniciar el trabajo del día siguiente.
—Eso es todo un día completo. ¿Eres casado?
—Sí; desde hace ocho años. Tenemos cuatro hijos. ¿Y tú?
—Llevo sólo diez días de casado —respondí—. Julie y yo nos casamos un día después de que terminé el internado en Mobile. Prescindimos de la luna de miel y vinimos directamente en el auto a Memphis para tener tiempo de instalarnos en nuestro nuevo hogar; pero pasamos una semana estupenda. Salimos a comer, vimos algunas películas y paladeamos unos cuantos cocteles.
—Eso me alegra. Es el último tiempo libre de que dispondrás por ahora, amigo. ¡Ah, por fin! ¡Ahí está el tumor!
Tras examinarlo al microscopio esterilizado, Peter empezó a extirpar el tumor. Fue una tarea minuciosa en la que tardó horas; finalmente, a la una de la madrugada, 12 horas después de haber comenzado a operar, sacó del cerebro el último fragmento del tumor y se lo entregó a la enfermera.
—¡Salió todo! —exclamó.
—¿Hay algún trabajo pendiente? —pregunté.
—Tengo que visitar a los pacientes operados y anotar las recomendaciones para los que se operarán mañana.
Ayudé a Peter en las visitas y lo seguí a la unidad de terapia intensiva para verificar el estado de Leola. Estaba mareada aún, pero despierta. Peter la examinó y le dijo que el tumor era benigno. Después charló con las enfermeras del turno de noche. Tenía los ojos hinchados, pero sonreía y estaba alegre; había pasado 24 horas despierto y le quedaban 18 más antes de que pudiera dormir.
—¿Por qué estás tan alegre, Peter? —le pregunté.
—Porque hay un día magnífico por delante. Están programadas dos interesantes operaciones de cerebro. Además, apenas son las 4, y tendré 30 minutos de ventaja en mi ronda diaria de visitas normales.
¡DAME UNA OPORTUNIDAD!
Siempre que podíamos, Julie y yo salíamos a caminar juntos por los alrededores. Si hacía frío o llovía, trabajábamos dentro de la casa: pintábamos las habitaciones, preparábamos el cuarto de los niños y hacíamos planes para recibir a nuestro primer hijo.
Pero en diciembre se interrumpió el buen funcionamiento del equipo de neurocirujanos por una discusión entre Peter y yo. Durante meses él había llevado a cabo todas las operaciones de cerebro difíciles, basado en la tradición que le otorgaba la preferencia al residente senior. Cierta noche, al concluir nuestro trabajo del día, le reclamé, airado: "¡Dame una oportunidad! Ya es tiempo de que use las manos en algo más que cincelar hueso y sostener el succionador".
Me acerqué a Peter y, de pie, a escasos centímetros de su cara, le dije en tono bajo y firme: —Voy a operar a Shirley Roberts. La vi en la sala de urgencias, cuando ingresó con dolor de cabeza; la admití y le diagnostiqué el aneurisma. No es justo que tú hagas la operación.
—La razón de que sí sea justo —respondió Peter—, es que yo sé practicar la cirugía de un aneurisma, y tú no.
—Ella tiene confianza en mí, Peter. No te conoce a ti.
—¡Bueno! La harás tú, pero no la mates, porque nos despedirían a ambos. Ahora, vamos a la biblioteca a estudiar la intervención.
Mientras yo repasaba los libros de texto sobre el tratamiento quirúrgico de un aneurisma, Peter fue al quirófano y regresó con una bandeja metálica, en la que estaban acomodadas en hileras 100 grapas que se usan para separar el aneurisma de la arteria que lo alimenta. Rompió una banda de goma e hizo un nudo en el centro para simular un aneurisma.
— Practica la colocación de las grapas de un lado al otro del nudo, sin tocar la banda —me indicó.
En Mobile había yo visto al doctor Clark colocar las grapas de aneurisma, pero nunca lo había hecho. Tomé una de ellas, la apreté y la dejé cerrada sobre el nudo de la banda de goma.
—No es tan difícil —dije.
Peter observó atentamente la banda de goma. Varios segundos después, la grapa se desprendió.
—Pusiste la grapa demasiado afuera, en el nudo —señaló—. Tiene que quedar más cerca de la banda.
Lo intenté otra vez. En esta ocasión, la grapa sujetó el nudo y la banda.
"¡Pésimo!", comentó Peter. "Recuerda que la banda representa una arteria importante que alimenta al cerebro. El nudo es el aneurisma. Si la grapa aprieta demasiado la arteria, la paciente tendrá una apoplejía. Si la grapa se desprende del aneurisma, morirá de la hemorragia. Sigue practicando".
Me ejercité durante dos horas en abrir y cerrar cada una de las 100 grapas sobre la banda de goma. Coloqué la grapa sobre el nudo a toda la extensión de mi brazo y también muy de cerca, y puse la mano en ángulos insólitos para experimentar las diferentes formas en que el sujetador podía soltar la grapa. Practiqué la colocación de grapas en la banda dentro de una vasija de vidrio, para simular la pequeña abertura que habría en el cerebro para llegar hasta el aneurisma.
A las 7 de la mañana, después de haber realizado las visitas a la sala de urgencias, entré en el quirófano principal de neurocirugía. Un anestesiólogo estaba preparando a Shirley Roberts.
Luego de habernos lavado Peter y yo, mi amigo cogió el escalpelo e hizo la incisión para corresponder al favor que le había yo hecho durante tres meses. "Es toda tuya", anunció, y se apartó.
Mi primera operación auténtica fue un éxito, aunque resultó difícil. Una semana después, di de alta a Shirley en el hospital.
—¿Cuáles son mis instrucciones? —preguntó Shirley mientras le quitaba los puntos.
—No quiero que haga ningún esfuerzo hasta que haya sanado el cerebro. Eso significa que no debe atender los quehaceres domésticos, ni conducir auto, ni tener relaciones sexuales hasta que la vea, dentro de un mes.
—Dos cosas no serán difíciles —advirtió Shirley—, pero la otra puede ser imposible.
—Tiene usted que esforzarse. No quiero que sufra una hemorragia.
—Lo sé, pero detesto que mi casa esté en desorden.
UNA NOCHE de febrero solicitó hablar conmigo el doctor Richard Harkness, director del programa de neurocirugía en el que participaban cinco hospitales de Memphis.
—He decidido conservarlo un año más —me informó con brusquedad—. Ahora, su residencia durará cinco años, en vez de cuatro.
—No, señor —repliqué con firmeza—. Usted prometió que serían cuatro años cuando presenté mi solicitud. No es justo que el trato inicial cambie ahora.
—¡Me importa un comino lo que usted considere justo! —repuso con acritud el doctor Harkness— Van a ser cinco años. Puede salir en 1981, o esta misma noche.
A la mañana siguiente, muy temprano, cuando terminó de hacer visitas a los pacientes operados, Peter se reunió conmigo en nuestro dormitorio. Le comenté que me marcharía de Memphis si el doctor Harkness me obligaba a permanecer cinco años allí.
—No es el año de más lo que tanto me molesta, sino que no se respete un acuerdo —señalé—. Si necesitara ese año para convertirme en un cirujano competente, estaría muy bien; pero él me retiene aquí porque necesita a los residentes.
—Pues sí, estamos escasos de residentes —admitió Peter—; pero al doctor Harkness le interesa que se gradúen neurocirujanos con excelente preparación. Estoy seguro de que cree que serás mejor cirujano si adquieres un año más de práctica.
—¿Crees que necesito otro año?
—No. Posees una habilidad natural, un tacto delicado dentro del cerebro. Oblígalo a cumplir su promesa. Si no cambia de opinión, pide tu traslado para hacer tu residencia en otro hospital.
—¡Está bien, Peter! Lo pensaré.
Diez días después, ya había conseguido la residencia en un hospital de St. Louis, Missouri. Esa noche, al entrar en el consultorio del doctor Harkness, sentía náusea ante la perspectiva de anunciarle mi decisión. Una vez que le revelé mi plan, se inclinó hacia adelante en el sillón y me miró fijamente, mientras golpeaba un montón de expedientes con un martillo de goma para explorar reflejos.
—¿Sabía usted que mi profesor me retuvo un año más cuando yo era residente? —preguntó.
—No, señor.
—Ese año adicional me sirvió para madurar y perfeccionar mi criterio quirúrgico.
—Sí, señor.
—He resuelto permitir que termine en cuatro años, si así lo desea, pero voy a condensar cinco años de preparación en cuatro. Será mejor que se mude a vivir al hospital, si desea sobrevivir.
—Sí, señor.
UNA NUEVA VIDA
En junio, el doctor Harkness me informó que mi siguiente rotación (periodo de trabajo en diferentes departamentos de un hospital) consistiría en seis meses de neurología en el Hospital de la Administración de Ex Combatientes, en Memphis. También Peter fue adscrito allá como jefe de residentes.
—Me aburriré sin operar tanto tiempo —le dije a Peter.
—Aprovecha la oportunidad. Es bueno conocer a fondo algunas enfermedades neurológicas: las de Parkinson y Alzheimer, meningitis, apoplejías y demás. Serás mejor neurocirujano si te preparas como neurólogo competente.
OCASIONALMENTE, durante ese lapso, podía yo salir a pasar la noche en mi casa. Julie y yo cenábamos y charlábamos sobre todo de su trabajo de maestra de educadoras de enseñanza preescolar en la Universidad Estatal de Memphis. Ya habíamos hecho planes, porque anhelábamos tener hijos.
Una fría noche de otoño, Julie parecía en especial feliz al pasear a pie en mi compañía por la manzana de nuestra casa. Inesperadamente, se volvió y se detuvo frente a mí. Brillaban las lágrimas en los ojos de mi mujer cuando me estrechó con fuerza y me susurró al oído que estaba embarazada.
—¡Estupendo! —exclamé—. Me gustaría saber cuándo ocurrió.
—Tengo una idea aproximada
—Julie rió, y me abrazó más estrechamente—. Solamente has estado una vez en casa en las últimas seis semanas.
EL PRIMERO de enero de 1978 completé mi residencia de rotación en el departamento de neurología del Hospital de la Administración de Ex Combatientes, contento de haber concluido una exposición tan intensa a enfermedades incurables. Anhelaba regresar al servicio de neurocirugía, donde podría decir a los pacientes cómo les ayudaría, en vez de cómo fallecerían. Aunque el doctor Harkness deseaba que pasara tres meses en un laboratorio de investigación donde se hacían experimentos para estudiar la apoplejía, pronto se descartó esa comisión, porque resulté alérgico a la piel de los animales de laboratorio. Por tanto, me enviaron al Hospital Memorial Bautista.
EL 27 de marzo de 1978, a la 1:30 de la mañana, tras dos horas de trabajo de parto, Julie dio a luz a nuestra primera hija: una saludable nena de ojos y pelo oscuros, que pesó 3.6 kilos; le pusimos por nombre Laura Page. Besé a ambas, sostuve en brazos a Laura e intenté borrar de su cara las rojas huellas del fórceps. Cuando Julie se quedó dormida, tomé un libro de texto y comencé a estudiar. El examen escrito del Consejo Norteamericano de Cirugía Neurológica sería tres días después.
A las seis semanas, me notificaron que me habían aprobado. Me faltaban dos años de residencia, muchísimas otras noches sin dormir y numerosas técnicas quirúrgicas por perfeccionar; pero aquella tarde de primavera decidí olvidarme de todo por unas cuantas horas. Pedí a otro residente que me sustituyera, le entregué el aparatito radiotelefónico con el que podían localizarme donde fuera, y fui en el auto a casa para llevar a Julie —y a Laura— a cenar.
EL TUMOR OCULTO
Cuando Peter Bone terminó su residencia, en julio de 1978, e inició el ejercicio privado de la profesión, me convertí en el residente más antiguo del departamento de neurocirugía del Memorial Bautista. El tercer año de la residencia implica la transición de los años de constante supervisión y asistencia en cirugía a un año de ejecución de casi todas las operaciones, a menudo a solas. El residente senior, como yo, en el Memorial Bautista, quedaba a las órdenes directas del doctor Harkness, que siempre atendía de 25 a 40 pacientes hospitalizados.
Los seis meses de estancia en rotación en el servicio del doctor Harkness eran los más difíciles de la preparación de un residente. No se permitía que nadie llegara a ser jefe de residentes hasta que el doctor Harkness quedaba satisfecho de su eficiencia. Las salas de urgencias y operaciones y las habitaciones del hospital se convertían en el reducido mundo del residente sénior. No fue necesario adquirir ropa de verano ni de invierno: desde las ventanas del hospital vi pasar las estaciones; además, vi crecer a Laura gracias a las fotos que Julie guardaba para mí.
Cada jueves, a las 7 de la mañana, el doctor Harkness iniciaba un agotador programa de operaciones. Con frecuencia pasaba de 12 a 14 horas operando, pero nunca se quejaba de fatiga. Cada paciente recibía la misma solícita atención. Era un cirujano hábil, pero también irritable e impaciente. Los estallidos de su mal carácter siempre se dirigían a su ayudante quirúrgico: el residente sénior.
Aunque eran terribles las 12 o 14 horas de trabajo quirúrgico que cumplía cada jueves con el doctor Harkness, resultaba peor aún la hora de la junta con él, cada lunes por la noche: entonces, el residente senior se colocaba enfrente de los negatoscopios, en el foro del auditorio del hospital, y justificaba los tratamientos aplicados a los pacientes de beneficencia. En la cuarta de estas reuniones, el doctor Harkness me presionó más que nunca.
—La tomografía reveló un enorme tumor benigno en el hemisferio cerebral izquierdo —empecé, refiriéndome a Sadie Watson, paciente anciana que había pasado 12 años recluida en un sanatorio, por el diagnóstico erróneo de enfermedad de Alzheimer (debilidad mental progresiva)—. La operación que le practiqué ayer duró tres horas, y está evolucionando muy bien. Todavía no habla, pero parece menos confusa.
El doctor Harkness estudió las radiografías y luego revisó minuciosamente el arteriograma.
—¿Cuánto tardó usted en extirpar este tumor? —preguntó.
—Tres horas —contesté, complacido por la oportunidad de probar mi destreza quirúrgica.
—¡Entonces, no lo sacó todo! —gritó el doctor Harkness.
El auditorio quedó en mortal silencio, cuando él se encaró conmigo en el foro, iracundo: "¡Nadie puede extirpar todo este enorme tumor en tres horas!" Ordenó una tomografía axial computarizada posoperatoria, calificó mi tratamiento de "inaceptable", y salió furioso del auditorio.
Recogí las radiografías mientras Raoul Pérez, otro residente, subía al foro.
—Tú estuviste allí, Raoul. ¡Sí saqué todo el tumor!
—Lo sé —aprobó Raoul—. ¡Cálmate! Consigue la tomografía, demuéstrale que ya no hay tumor, y luego olvídalo todo. ¡Hasta pronto!
En el ala de beneficencia, expliqué a los hijos de Sadie que el doctor Harkness necesitaba una tomografía posoperatoria para verificar que se había extraído todo el tumor. Cuando la obtuvimos, coloqué la placa en el negatoscopio y encendí las luces. Una oleada de náusea me inundó: ¡sólo había extirpado la mitad del tumor! Otra porción, cuándo menos del tamaño de una pelota de béisbol, se había ocultado en otro lóbulo del cerebro y yo había suspendido la resección en el cuello que conectaba ambas masas globulares.
—¡Dios mío! ¿Qué vas a hacer?
Me volví y vi a Raoul, que observaba la placa.
—Voy a sacar el resto del tumor —respondí—, y ahora mismo.
—¡Bien! Si vas a hacerlo esta noche, me quedaré a ayudarte.
Comenzamos a las 8:30. Con un microscopio, rastreé la tenue pincelada del tumor gris a través del túnel que había formado al crecer dentro del cerebro. A diez centímetros de profundidad, tomaba la forma de un hongo convertido en una pelota mortal. Mi tarea consistía en extirpar el tumor sin desgarrar la telaraña de arterias que lo rodeaba. Eran las 2:15 cuando levanté aquella masa, fuera del cráneo. El tumor tenía el peso y el tamaño de un melocotón.
—¡Buen trabajo! —comentó Raoul—. No hay duda de que esta vez salió todo.
—Sólo espero que la paciente despierte...
Raoul suturó el pericráneo y yo regresé caminando a la sala de recuperación, donde dormí una hora en una cama vacía del hospital, mientras esperaba que Sadie se recobrara de la anestesia. A las 4 de la madrugada, una enfermera me despertó para informar que Sadie ya estaba despierta. Me apresuré a su cama y le dije que la operación había concluido. "Tengo frío", susurró.
Era la primera vez que hablaba en seis años.
A las 5 de la mañana me topé con el doctor Harkness, que hacía las visitas matutinas. Me preguntó con brusquedad:
—¿Qué reveló la tomografía posoperatoria de la paciente que tenía el tumor cerebral?
—Que no se había extirpado una porción grande del tumor.
—¿Cuándo va usted a operarla otra vez?
—Raoul y yo la operamos anoche. Ya está fuera todo el tumor.
—¿Y ya habla?
—Sí, señor.
—¡Magnífico!
Jamás volvió a mencionar aquel incidente.
EL PRIMERO de enero de 1979 regresé al Hospital Metodista, a cumplir seis meses de rotación como residente sénior. Fue como volver a casa. Los cirujanos de planta me conocían mejor que los del Bautista, y me fue posible operar en más casos importantes. Al cabo del semestre ya había operado más aneurismas que cualquiera de los residentes anteriores adscritos al programa.
Aquel junio, en una conferencia con todos los neurocirujanos de Memphis, estaba yo explicando un difícil problema quirúrgico, cuando el doctor Harkness anunció de repente que me iba a nombrar jefe de residentes al año siguiente. Sonreí al oírlo. Después de la sesión encontré en el vestíbulo a varios residentes, que me esperaban. Repartieron puros y me estrecharon la mano.
—¡Gracias! —les dije—. Pero no es para tanto...
—Sí, sí lo es —replicó Raoul, sonriente—. ¡Ya tienes un hijo de casi cuatro kilos!
Julie acababa de dar a luz a John Kenyon, hijo, nuestro segundo retoño. Raoul encendió mi puro, sonrió, extendió el brazo hacia mí y volvió la palma hacia arriba: puse de golpe mi radioteléfono en su mano, me precipité al ascensor y enfilé hacia el hospital de obstetricia.
¡NO SE RINDA!
El Hospital John Gastón de Memphis, donde me capacité en traumatología, tenía 523 camas de casos lastimosos: los pacientes presentaban desde heridas de rifle, cuchilladas y lesiones por accidentes automovilísticos, hasta neumonía, insuficiencia renal, sífilis y cáncer. En ese hospital escaseaban los fondos y el personal. Las horas de trabajo eran escalofriantes.
No obstante, en general, los lunes eran días tranquilos en el John Gastón, tras atender a los lesionados del fin de semana a consecuencia del consumo excesivo de alcohol. En esos remansos dentro de la actividad, buscábamos pacientes que tuvieran tumores cerebrales o coágulos de sangre en el cerebro, pues podían pasar inadvertidos por los síntomas que los enmascaraban.
La noche de cierto lunes revisé algunas tomografías axiales computarizadas que había solicitado, de pacientes psiquiátricos. Una resultó positiva: Mildred Farmer, mujer de 55 años, tenía un meningioma enorme: era un tumor intracraneano, a todas luces operable. Por error, se le había diagnosticado la enfermedad de Alzheimer.
Cuando fui a verla, Mildred Farmer estaba encorvada en una silla de ruedas y se frotaba la cabeza con ambas manos. Aunque no hablaba, era evidente que le dolía la cabeza. El examen reveló un aumento de la presión intracraneana. Aquella noche inicié un enérgico tratamiento con cortisona, para reducir la inflamación cerebral. El miércoles por la mañana la llevé al quirófano.
El tumor se localizaba en el sistema ventricular, serie de cavidades del centro del cerebro que contienen líquido cefalorraquídeo. La mejor manera de entrar consistía en abrir la parte superior de la cabeza y separar ambos hemisferios cerebrales. Durante ocho horas estuve extirpando fragmentos del tumor. Con las pinzas eléctricas en la mano izquierda cautericé las arterias que alimentaban al tumor y luego succioné o corté los pedazos restantes con la mano derecha.
Por último, llegué a la porción final de lo que había sido un tumor del tamaño de un puño: era como una canica. Había penetrado por la parte posterior del sistema ventricular y estaba encajado en el tallo cerebral. Sabía que nadie me culparía por dejarlo allí; era considerable el riesgo de matar a la paciente al extirpar ese trozo. Sin embargo, si lograba quitar los últimos fragmentos, enraizados en el tallo cerebral, la enferma podría sobrevivir 30 años, en vez de diez. Resolví intentarlo.
Lenta y delicadamente comencé a desprender del tallo cerebral las partículas del tumor. De repente, sin previo aviso, el cerebro empezó a hincharse tanto, que debí sostenerlo con la palma de la mano para que siguiera dentro del cráneo. La causa de aquella hinchazón era un misterio, pero también resultaba obvio para todos los que estábamos en el quirófano que Mildred moriría al cabo de tres o cuatro minutos si no se remediaba aquel accidente.
—¡Bájele la presión arterial! ¡Pronto! —le grité al anestesista—. ¡No puedo sostenerle el cerebro adentro del cráneo más tiempo!
—La presión no baja, y ya le he aplicado todas las drogas que he podido recordar.
—Entonces, álcele la cabeza —le pedí al anestesista—; tal vez así alivie un poco la presión.
El anestesista sujetó la cabeza de Mildred, la alzó y le puso dos cojines bajo la nuca, pero el cerebro siguió hinchándose como un globo que se fuera llenando con agua.
—Me quedan unos tres minutos más —advertí al anestesista—. Después, el cerebro estallará. Revise usted todos los tubos y las soluciones intravenosas.
—Todos los tubos están en su lugar. ¿No está sangrando por el tumor?
—No. ¡Maldita sea! ¿Acaso cree usted que no vería salir la sangre del cerebro, si sangrara?
—¡Está fallándole el corazón! —señaló el anestesista—. Fibrila ... ¡Se nos va!
—¡No se rinda! Podemos salvarla aún. ¡Suministre más oxígeno!
—No puedo. Ya estoy apretando la bolsa lo más fuerte posible, pero el aire no entra en los pulmones.
—Revise el tubo colocado en la tráquea.
Mientras el anestesista revisaba aquel tubo, apoyé ambas manos en la superficie del cerebro y empujé para meterlo de nuevo en el cráneo.
—¡Dios mío! —gritó el anestesista—. ¡El tubo está retorcido dentro de la tráquea!
— ¡Enderécelo! —ordené—. ¡Aún tenemos probabilidades de salvar este cerebro!
Treinta segundos después empezó a ceder la inflamación del cerebro. Pronto recuperó el tamaño normal, volvió a palpitar y retrocedió al interior del cráneo. Extraje los residuos del tumor, cerré la cabeza de Mildred y esperé junto a ella en la sala de recuperación. Al rato, recobró el conocimiento, pudo hablar con claridad y no presentó parálisis: había sobrevivido a lo más grave de la cirugía de tumores cerebrales.
Entonces comprendí la observación que me había hecho antes un veterano neurocirujano de planta, en el Hospital Metodista: "Los buenos cirujanos saben salir de aprietos; los mejores cirujanos saben evitarlos".
CUATRO HORAS LIBRES
A pesar del intenso trabajo en el John Gastón, estaba yo decidido a tomarme de vez en cuando un día libre. Recuerdo la mañana de un domingo, poco después de haber empezado mi residencia en el hospital, cuando inicié mis labores a las 3 de la mañana para poder irme temprano a casa; pero a las 9 me llamaron a la sala de urgencias para atender un herida de rifle. Y me dije: ¿Cómo es posible que le disparen a alguien en la madrugada del domingo?
Al cabo, llegué a casa a las 4 de la tarde. Laura ya tenía 17 meses, y John, dos. Metí a Laura en su carrito rojo y la paseé por la acera, mientras Julie empujaba el carrito de John. Tras un paseo en el parque, Julie alimentó a los niños y los bañó, mientras yo preparaba unas hamburguesas a la parrilla, en el patio. Como a las 8, ya me había quedado dormido en el estudio, con el plato aún en las piernas. Julie me llevó al dormitorio, me ayudó a desvestirme y me metió en la cama. Me dio un beso en la mejilla y susurró: "¡Gracias por un día maravilloso!"
¡Sólo cuatro horas!, me dije, al dormirme otra vez. No es mucho lo que ella pide.
Y cierta noche de diciembre, al descolgar el teléfono para llamar a Julie, no logré recordar el número. Al rato lo encontré, anotado al dorso de mi licencia de automovilista. Cuando Julie descolgó el receptor, su voz denotaba cansancio y oí llorar a Laura o a John, ahí cerca. Quería hablarle, pero Julie estaba agotada por su trabajo de profesora de tiempo completo y por atender a los niños. Contestó a mis preguntas, pero no pudo concentrarse en nuestra conversación. Le di las buenas noches y, como siempre, ella me preguntó: "¿Hay algo que pueda hacer por ti?"
Lo dijo con buena intención, pero ambos sabíamos la verdad: ni ella podía ayudarme, ni yo a ella.
El doctor Harkness invitó a los neurocirujanos y residentes a la cena de Nochebuena, en su casa. Raoul y yo programamos una prolongada operación de tumor cerebral para tener una excusa de faltar a la celebración. A la semana siguiente, después de nuestra conferencia de los lunes por la noche, el doctor Harkness pidió a todos los residentes que se quedaran a una reunión.
"¡Un solo residente acudió a mi cena de Nochebuena!", gritó. "¡Fue una grosería de los mil demonios! Parece que no tienen educación social y tengo entendido que ocho de cada diez de ustedes están separados o divorciados. ¡No toleraré esto! Quiero que mis residentes sean buenos cirujanos y buenos hombres".
Se volvió a mí para preguntar:
—¿Cuándo fue la última vez que fue a casa?
—Hace dos semanas —respondí—. Todo el mundo estaba dormido cuando llegué, a las 11 de la noche, y seguían todos dormidos al marcharme, a las 4 de la mañana. No tiene objeto ir a casa para eso.
—No es divertido aprender a ser neurocirujano —reconoció—. No puedo hacer nada respecto al exceso de trabajo.
Sin embargo, después consiguió otros dos residentes y nos pidió a Raoul y a mí que verificáramos que cada residente tomara dos semanas de vacaciones al año.
En junio, tres días antes de que Raoul y yo completáramos la residencia, el doctor Harkness nos invitó a cenar con otros neurocirujanos y sus esposas. Raoul y yo fuimos solos. Su esposa había salido rumbo a México tres días antes, y Julie estaba de vacaciones con sus padres y los niños, en Atlanta, Georgia. Nadie había previsto la invitación del doctor Harkness.
Doce personas disfrutamos de la exquisita cena de costillas de primera con vino tinto, a la luz de las velas. Después de los postres, el doctor Harkness entregó a cada uno de nosotros un regalo. Entre nosotros, Raoul y yo habíamos comentado por broma que recibiríamos una bonificación de 50,000 dólares cuando terminara nuestra especialización. No nos parecía excesiva esa cantidad, al calcular los ingresos que habíamos generado por hacerlo todo; desde mielogramas, hasta operaciones para los cirujanos de planta. Abrimos simultáneamente los regalos y desenvolvimos una corbata azul marino de 20 dólares, con el logotipo de la clínica en el frente. Esbozamos forzadas sonrisas.
"Cuando los escogí para la residencia, hace cuatro años", nos recordó el doctor Harkness, "creía que eran ustedes hombres honrados, y el tiempo que los he tratado ha confirmado esto. Reconozcan cuando no sepan o no puedan hacer algo, y pidan ayuda. Recuerden: cuando un médico es honrado, aumenta la calidad de la medicina y se benefician los pacientes".
A los tres días, concluida nuestra residencia, Raoul y yo nos sentimos asombrosamente orgullosos al ponernos las nuevas corbatas, antes de ir a las oficinas del hospital para devolver nuestras tarjetas del estacionamiento, los radioteléfonos portátiles y las llaves. A las 10 en punto, la mañana del primero de julio de 1980, salimos caminando por la puerta principal del Hospital John Gastón. "¿Qué quieres hacer?", le pregunté a Raoul.
No respondió nada, pero yo sabía lo que estaba pensando. Nos dirigimos a toda prisa al Hospital Bautista, subimos por las escaleras hasta la sala de operaciones y permanecimos callados en un rincón, mientras contemplábamos al doctor Harkness, que en esos momentos extirpaba un raro tumor cerebral.
CUARTOS VACÍOS
Resolví instalar mi consultorio particular en Memphis y me asocié con un grupo de cinco hombres en el Hospital Metodista, bajo la dirección del doctor Shelton, neurocirujano de 52 años que había desempeñado un papel activo en mi preparación durante la residencia. El trabajo en el consultorio implicó un magnífico aumento de ingresos —75,000 dólares anuales, en comparación con los 14,000 que había ganado como residente— y ya tenía la libertad de atender a los pacientes sin la estricta supervisión indispensable en la residencia. No obstante, me asombró el ritmo del trabajo.
Cada cirujano atendía a alrededor de 25 pacientes en varios hospitales, asistía a cinco o seis clínicas hasta de 20 pacientes por semana, operaba en unos diez casos semanales y diariamente hacía visitas a pacientes en tres o cuatro hospitales ubicados en el centro de la ciudad. Mi jornada se iniciaba antes de las 6 de la mañana y terminaba alrededor de las 7 de la noche. Había épocas de vacaciones, pero siempre resultaba difícil ausentarse.
En Navidad, al prepararme para salir de Memphis a pasar una semana de vacaciones en Atlanta, operé a un paciente que tenía un aneurisma reventado. La operación era de rutina, pero Charlie Landon tardó mucho en despertar, y no estaba tan alerta como debía. La tomografía axial computarizada reveló inflamación del cerebro. No me pareció correcto dejar a mi paciente bajo el cuidado de otro cirujano, pero tampoco me parecía justo perderme la celebración de la Navidad con mi familia. De cualquier manera, algo saldría mal.
Aquella noche, después de cenar, me acomodé frente a la chimenea del estudio y leí en unas revistas varios artículos referentes al tratamiento de la inflamación cerebral de Charlie Landon, que podía ser mortal. Alrededor de las 9, Laura bajó para darme las buenas noches con un beso. Se acomodó junto a mí, tomó mi mano y colocó la palma de la suya junto a la mía para compararlas.
"Buenas noches, papito!", susurró al bajar de mis piernas. No contesté, porque seguía pensando en aquel hombre que luchaba por recuperar la salud.
A la mañana siguiente, muy temprano, ya estaba examinando a Charlie en la unidad de terapia intensiva. Su estado era estable, pero no fuera de peligro.
Di instrucciones a la enfermera respecto de los medicamentos y fui a la capilla para hablar con la señora Landon. Era evidente que ella deseaba que me quedara para atender a su marido. La decisión surgió naturalmente al tocarle el brazo: le confirmé que su marido se recuperaría y le informé que supervisaría su convalecencia.
Ofrecí varias disculpas por perderme las vacaciones, pero Julie y los niños no pudieron disimular su decepción. Parecía que los pacientes siempre estaban antes que mi familia y mi matrimonio. Aquella tarde, ayudé a Julie a hacer las maletas y seguí agitando la mano para despedirme hasta mucho después de que el auto había dado la vuelta en la esquina. Luego, comí un emparedado y me fui a la cama. Al revolver las frazadas, encontré en mi almohada una tarjeta de Laura. Adentro estaba un dibujo, un contorno de su mano, y este mensaje: "Esto es para recordar a mi Papito, cuando haya crecido muy grande y alta, que una vez fui una niñita, y mis manos eran muy pequeñitas".
Me pregunté: Dentro de algunos años, ¿pensaré que mi vida ha valido la pena, si lo único que puedo recordar son los cientos de pacientes cuya vida he salvado ... pero no el contacto con la manecita de Laura? En una semana, ya había cedido la inflamación del cerebro de Charlie Landon, que estaba alerta y a punto para irse a casa.
AL PASAR el tiempo se incrementaron mis ocupaciones. En 1982, cuando me convertí en candidato para el examen oral del Consejo Norteamericano de Cirugía Neurológica, mi solicitud incluyó más de 400 casos espinales y 200 craneales.
La certificación del Consejo era el único obstáculo para el especialista. Los requisitos incluían la graduación en una facultad de medicina debidamente aprobada, cuatro años (después serían cinco) de residencia en neurocirugía en algún hospital aprobado de Estados Unidos o Canadá; la aprobación del examen escrito, dos años (en la actualidad es uno) de práctica documentada en neurocirugía y salir avante en el examen oral.
Cada mañana, durante los tres meses previos al examen, me levantaba a las 4 de la mañana y leía detenidamente el libro de texto Youman's Neurological Surgery ("Cirugía Neurológica de Youman") en seis volúmenes, con 4000 páginas en total. Y cada noche, después de la cena, estudiaba hasta las 12. El doctor Harkness y otros médicos me hacían preguntas como las que habría en el examen oral. Y, finalmente, en el otoño, fui a la Clínica Mayo, en Rochester, Minnesota, a presentar el examen.
Cuando me notificaron oficialmente por correo que me habían aprobado, abrí la carta y leí solo la buena noticia. Julie y yo nos habíamos separado, tras seis años de matrimonio. Yo no le había brindado el apoyo y seguridad que necesitaba. Se mudó a Atlanta con los niños, y andaba buscando empleo allá.
Recordé la mañana en que se fueron. Julie había planeado partir temprano, por ser largo el recorrido en el auto, y Laura y John pasaron la noche en sacos de dormir colocados en el suelo del estudio, enfrente de la chimenea. Ya habían subido todos los muebles al camión de mudanzas. Me agaché junto a Laura y John y di un beso a cada uno en la frente.
John se movió, pero siguió durmiendo. Sólo habíamos disfrutado de unas cuantas salidas juntos... inclusive un paseo a la tienda de abarrotes, una fría tarde otoñal. No era mucho para recordar, y lo más probable era que no lo recordaría. Le puse sobre los hombros la bata de baño de franela azul y me volví para alejarme rápidamente.
Laura despertó y me dijo:
—Papito, nos vamos a Atlanta. ¿Cuándo irás tú?
Laura tenía cuatro años, y John, tres. No sabían qué estaba ocurriendo. Para ellos, era una aventura.
—No lo sé, mi cielo —respondí—. Pero iré a visitarlos pronto.
Aquel día trabajé hasta muy tarde; pero, al cabo, tuve que volver a casa. Todo estaba allí frío; los cuartos, vacíos; los sonidos producían ecos. Registré la habitación de Laura, y al fin encontré un espejito en el rincón del armario. En el cuarto de John hallé una pieza del equipo de construcción de juguete y una pelota de tenis. Puse el espejito y la pieza de juguete encima del televisor e hice rodar la pelota al centro de la sala para que pareciera como si todavía estuvieran ahí los niños, jugando.
Luego me tendí en la cama, exhausto, pero no pude conciliar el sueño.
TIEMPO DE MORIR
Los neurocirujanos no tienen más constante compañera que la muerte. Apoplejías, tumores cerebrales, aneurismas, hemorragias y coágulos de sangre desafían continuamente la habilidad del cirujano para salvar vidas. A la muerte, empero, nunca se le derrota en realidad; sólo se evita temporalmente. A fin de cuentas, aunque la medicina ha incrementado mucho la duración de la vida humana, nunca ha cambiado la tasa de mortalidad: sigue siendo de un deceso por persona. No obstante, hay diferentes maneras de morir.
Cuando conocí a Robert (Bobby) Hopper, tenía 27 años y era sólo un paciente más. Hombre de voz suave, achaparrado y musculoso, descargaba camiones. Durante los dos años que lo traté, nos hicimos amigos. Tal vez haya sido un error, ya que se estaba muriendo desde el día en que lo conocí.
Los médicos nos adiestramos para guardar la distancia y no involucrarnos afectivamente con los enfermos. Esta restricción emocional constituye una necesidad cuando se atiende a enfermos en fase terminal. Pero, al atender a Bobby, bajé la guardia.
Los intensos dolores de cabeza y la dificultad en la coordinación que presentaba Bobby eran efectos de un tumor cerebral maligno. La neoformación maligna crecía con rapidez y ejercía presión en la región posterior del cerebro. Cuando le comunicaron el diagnóstico, su primera reacción fue de preocupación por el bienestar de su esposa, que pronto quedaría viuda. Nunca exteriorizó el mínimo indicio de condolerse de sí mismo.
La primera intervención salió bien. Le extirpé cerca del 15 por ciento del tumor, ubicado en el cerebelo. No pude extraerlo todo. Una parte de la masa tumoral se había introducido en el tallo cerebral, y tirar de un tumor en ese sitio provocaría un paro cardiaco. Tuve la esperanza de que los tratamientos con radiaciones de cobalto empequeñecieran los residuos tumorales y le permitieran vivir más.
Después de la intervención, para distraerlo, empezamos a jugar al ajedrez. Fue durante esas horas cuando empecé a escuchar los conceptos de un hombre joven, agonizante de cáncer. Me habló mucho de la habilidad de curar que tenían los cirujanos, con la ayuda de Dios. Creía en esto con todo el corazón, pero todavía estaba en la etapa inicial.
A los pocos meses de darlo de alta en el Hospital Metodista, se le admitió de nuevo, porque empeoraron los dolores de cabeza. La tomografía axial computarizada confirmó la acumulación de líquido cefalorraquídeo en el cerebro, y lo operé para drenarlo. Bobby mejoró y volvimos a hablar de asuntos más profundos. Ya hablaba de la muerte, pero la consideraba tan sólo una extensión de la vida. Le entristecía separarse por algún tiempo de su familia, pero no sentía ningún temor.
De pronto, un día, mientras estudiaba yo la posición de las piezas en el tablero, Bobby comenzó a llorar. Nunca había sentido pena por sí mismo; por eso me intrigó verlo tan alterado.
—¿Qué te pasa?
Empujó hacia mí una arrugada hoja de papel.
—Mira lo que vi hoy en el periódico —era una cita atribuida a Walter Rinder, escritor y fotógrafo: "Llegamos solos a la Tierra y solos nos marchamos; este tiempo llamado vida fue otorgado para compartirlo". Me miró, y aclaró—: Quisiera haberlo compartido un poco más.
Miré afuera del hospital por la ventana y pensé en Laura y John, que entonces vivían en Atlanta. Los veía muy poco. Aunque permanecí callado, Bobby advirtió que comprendía sus comentarios.
Al paso de los meses, la enfermedad avanzó. Los dolores de cabeza empeoraron y empezó a ver doble. Lo operé por tercera vez, y fui más enérgico para extirpar el tumor. Deseaba creer que podría alterar la evolución natural de su padecimiento: sólo conseguí prolongarle la vida tres meses más.
Una mañana, cuando llegué al hospital, Bobby estaba en las últimas. No podía enfocar bien; su respiración era laboriosa. Pensé en clavarle una aguja en el cerebro para drenar más líquido y mitigar la presión, pero comprendí que ya no tenía objeto tratar de detener lo inevitable. Recordé las palabras del periodista estadunidense Stewart Alsop en Stay of Execution ("La suspensión de la ejecución"), escritas cuando moría de leucemia: "Un hombre moribundo necesita morir, así como un hombre soñoliento necesita dormir, y llega un momento en que es malo resistir, además de inútil".
Vi a Bobby exhalar el último suspiro poco antes del amanecer del día siguiente. Junto a él se encontraban su mujer y sus padres, que lo habían confortado.
SECRETOS AMOROSOS
Una noche veraniega, en junio de 1984, salí de Memphis, a los ocho años de haberme mudado allá. Mientras veía desvanecerse las luces de la ciudad en el espejo retrovisor, los recuerdos se agolparon en mi mente: los primeros años de matrimonio, tan alegres; Laura y John; jornadas de 24 horas; el divorcio, las operaciones bien hechas... Enfilé hacia el sur, rumbo a Auburn, Alabama, donde nací, asistí a la escuela y decidí ser médico. Había cambiado mi trabajo en la región de Memphis, con una población cercana al millón de personas, por un consultorio particular en Auburn, de sólo 20,000 habitantes; también sería jefe de cirugía en el Centro Médico del Este de Alabama.
A las 7 de la mañana llegué, y no había tráfico en las calles. Pasé en el auto enfrente de la bonita casa de ladrillo en la que crecí: parecía estar en buenas condiciones; muy sólida. Igual que yo, había soportado bien los años.
Pronto conocí en mi nuevo trabajo a un granjero llamado Charlie Henderson. Tenía 78 años, pero parecía de 60. A los 16, su padre había muerto y le había heredado la granja; a los 18, se había casado con Ruth Lankston, hija del veterinario del distrito. Tenían tres hijos: uno se había marchado; el otro había muerto de tuberculosis, y la hija estaba divorciada.
Todo esto y más me contó durante las tres semanas que permaneció en el hospital para recuperarse de una apoplejía. Además, hablamos de mi divorcio y de que mis hijos vivían en Atlanta. ¿Por qué se interesaba en mí? ¿Por los hijos con los que ya no podía charlar? ¿Por darme los consejos que nunca llegó a dar? Tal vez. Siempre terminaba nuestras conversaciones con una sonrisa y un guiño, mientras decía: "Algún día te revelaré el secreto de un matrimonio feliz".
El manguito del aparato para tomarle la presión arterial silbaba, al inflarlo, y leí la escala: 80/50. Demasiado baja. La apoplejía que había sufrido le paralizó el lado izquierdo del cuerpo y le ocasionó visión borrosa, pero no afectaría a la presión. Además, no tenía dolor en el tórax ni en el abdomen. Tomé una muestra de sangre y la llevé al laboratorio, pero la biometría hemática resultó normal: no había hemorragia interna. Era otra la causa de la hipotensión. Regresé a examinarlo más cuidadosamente.
Desde el umbral de la puerta vi a la señora Henderson, que le ayudaba a incorporarse en la cama. Ya erguido, él ayudó a sostener su propio peso —era un hombre de 1.93 metros de estatura y tenía los brazos grandes y musculosos— con el brazo derecho, que estaba sano. Ruth había empezado a masajearle la espalda, cuando la cabeza de su marido descendió de pronto y él se desplomó al suelo. Me acerqué aprisa y la ayudé a alzarlo para colocarlo en la cama. Entonces pedí a una enfermera que me trajese soluciones intravenosas y el electrocardiógrafo. Le coloqué los electrodos en el tórax y esperé los resultados.
¡Me impresionaron esos resultados! El electrocardiograma reveló que había sufrido un ataque cardiaco masivo, raro, porque no estuvo acompañado de dolor torácico: fue un infarto silencioso. Entonces supe por qué estaba tan baja su presión arterial. La mayor parte del músculo cardiaco se había destruido; estaba demasiado débil para bombear la sangre.
Además, supe que mi amigo moriría pronto.
Me senté al borde de la cama y le dije que había sufrido un ataque cardiaco y necesitaba permanecer más tiempo en reposo.
—Es peor aún, ¿verdad? —preguntó Charlie.
—Sí, así es, Charlie —respondí.
—¿Cuánto me queda?
—Unas horas —musité.
Henderson estiró el brazo derecho, lo puso alrededor del cuello de su esposa y se la acercó. Le inyecté dopamina en la solución intravenosa, para aumentar la fuerza de las contracciones cardiacas y elevar la presión arterial.
—No me apliques nada fuera de lo común, ¿de acuerdo? —pidió.
Siguió abrazando a su esposa y acarició con los dedos retorcidos los blancos cabellos. Le tocó las mejillas, los labios, y cuando empezaron a caer en su pecho las lágrimas de su mujer, le frotó los ojos con el dorso de la mano; esa mano de hombre rudo, trabajador, pero delicada siempre que la acariciaba.
—Hemos pasado juntos 60 años estupendos, ¿verdad, Ruthie?
—¡Claro que sí!
—Siempre fuiste la muchacha más linda del barrio.
—En 1920 era la única muchacha del barrio, Charlie
—¡Bueno! Sigues siendo la más linda.
Ya estaba tiritando, pues al bajar la presión arterial se le enfriaba el cuerpo. Pronto se quedó callado y apenas eran perceptibles los movimientos de sus dedos en los cabellos de su esposa. En eso, vi caer la mano a un lado. Había fallecido. Lo supe con más certeza que si hubiera visto la recta línea horizontal en el monitor electrocardiográfico.
Llevé a Ruth fuera de la habitación y, por el corredor, a la sala de espera. Allí estaba su hija; Ruth procuró consolarla: "Tuvimos una vida maravillosa juntos, querida. Nuestro amor nos mantendrá unidos mientras estemos separados".
—Señora Henderson —tercié discretamente—, ¿puedo hacerle una pregunta? El señor Henderson solía decir que algún día me revelaría el secreto de un matrimonio feliz, pero nunca lo hizo. ¿Puede usted decirme qué habría dicho él?
—No lo sé a ciencia cierta; pero sé que vivió su amor todos los días, y nunca tuvo miedo de manifestarme sus emociones.
—Entiendo —repuse.
—Y le diré otra cosa —continuó Ruth—: no creo que le moleste a Charlie ... Casi todas las noches iba a acostarme antes que él y, cuando Charlie volvía las frazadas de su lado, yo dejaba mi libro, apagaba la luz y le tomaba la mano. Siempre me abrazaba y permanecía así unos minutos, aunque estuviera muy cansado. Y cada noche, después de darme el beso de las buenas noches, me susurraba al oído: Ruthie, esta es la mejor parte del día.
Volví a casa a las 7 de una calurosa noche de verano. La luz diurna duraría una hora más, y encontré en el buzón una carta en la que reconocí la garrapateada letra de mi hija de siete años. Como siempre, su carta iba dirigida a Papito Rainer. Me senté en los escalones del frente y empecé a leer, saboreando cada palabra.
"Querido Papito, te extraño. Hoy fui a nadar. Ya puedo saltar del trampolín alto. Ven pronto, por favor. Te quiero mucho, Laura".
Ya dentro de la casa, encontré una servilleta para enjugarme las lágrimas; luego, fui al escritorio y me senté. Necesitaba que Laura supiera cuánto la amaba. Debía vivir mi amor como lo había vivido Charlie Henderson.
"Mi queridísima Laura", escribí, pero me interrumpió el sonido del teléfono. Era una enfermera que me llamaba desde la sala de urgencias, para informarme:
—Tenemos un paciente con una herida de bala en la cabeza. El médico de la sala de urgencias quiere que venga usted de inmediato.
—Voy en seguida.
Me puse en pie de un salto y me detuve junto al escritorio para ver la carta que acababa de empezar
¡Mañana!, pensé. ¡Mañana les escribiré a Laura y a John!
CONDENSADO DE "FIRST DO NO HARM. REFLECTIONS ON BECOMING A BRAIN SURGEON". © 1987 POR EL DOCTOR J. KENYON RAINER. ES UN LIBRO VILLARD. PUBLICADO POR RANDOM HOUSE. INC. DE NUEVA YORK. NUEVA YORK. ILUSTRACIONES: ALAN REINGOLD.